Thursday, August 14, 2014

[ severo sarduy ]













DIARIO DEL COSMÓLOGO1
 (fragmentos)




Estar enfermo significa estar conectado a distintos aparatos, frascos de un líquido blanco y espeso como el semen, medidas de mercurio, gráficos fluorescentes en una pantalla.
            La cura es una ruptura de amarres, de nexos; el cuerpo es libre y autónomo, arrancadas las sábanas.
      Los astrónomos veían cuerpos celestes, esferas incandescentes o porosas, recorridas por cataclismos de nubes carbónicas, rodeadas de anillos, esplendentes o vidriosas; para los cosmólogos fue como para los enfermos: nos conectaron con aparatos en que los astros son cifras que caen, invariables y parcas noticias del universo.

*

Cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten aquí en una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel.
            La enfermedad me ha reducido a esta silla de ruedas. Soy un amasijo de huesos y quijada al revés, cubismo vivo, pero he visto lo que pocos hombres, después de los chinos escrutadores remotos y pacientes, que ya lo habían observado con sus “lentes” astronómicas: la explosión de una supernova. Ellos la vieron a través del ideograma pi; yo, en plena noche austral. Seguíamos, en La Silla, el fastidioso programa de observación, pensando en otra cosa, cobijados por el silencio cóncavo y total. De pronto, uno de los astrónomos dio un grito: en reborde de la bóveda, en el gas interestelar, en el plasma difuso del cosmos, algo había estallado con un estampido anaranjado y violáceo, inaudible, inmenso, remoto, algo desde hacia milenios inexistente y cuya explosión nos llegaba hoy. Crepúsculo químico, cangrejo girando con las pinzas abiertas, incandescente aurora boreal.

*




Pienso descosido.




*

Identificarse completamente con algo: con la fatiga. Que no haya bordes, que no haya nada entre ella y yo. Nos absorbemos uno al otro en la mórbida unidad, como dos amebas que se devoran mutuamente, insaciables y enfermas.
            Ahora no hay espectador. Nadie que mire, que nombre o que juzgue al otro; tampoco estado, objeto, ser diferente que afrontar. Todo se funde o se desvanece en la misma sed de unidad.

*

Asumir la fatiga hasta el máximo: hasta dejar de escribir, de respirar.
            Abandonarse. Dar paso libre al dejar de ser.

*

Un herpes en el párpado, que el ojo abierto disimula, una grieta incurable en la comisura de los labios, estigmas anodinos, nimios heraldos de lo irreversible que en su extrema perversión la naturaleza oculta –de ella, y no de su precario saber deriva la malignidad del hombre-. Un rasguño cada día, algo que pueda encubrir la ingravidez de lo cotidiano, apenas una alerta matinal del espejo; pero nunca un zarpazo, un ataque frontal que pueda provocar la defensa del cuerpo. El ingenuo se pudre sin saberlo.

*

Enfermo es el que repasa su pasado. Sabe –sospecha oscuramente- que no lo espera porvenir alguno, ni siquiera ése, miserable, de asistir a los hechos, de estar presente, aunque mudo, a su inextricable sucesión. Se entrega pues, meticuloso, al arreglo de lo pretérito: baraja con ingenuidad causas y consecuencias, dilata o evoca con obstinada recurrencia ciertos eventos, reduce otros a lo trivial, se pregunta por qué son memorables algunos de notoria insignificancia y hasta de cierta vulgaridad.
            El desahuciado deplora la insuficiente función del olvido; quisiera pasarlo todo en claro, reducir sus días a dos o tres sílabas esenciales, que serían como las parcas cifras grabadas en el interior de un anillo, la marca invisible de un paso por la Tierra, la garantía de su singularidad.
            Para él, presente es el dolor del cuerpo, la imposibilidad de marginarlo, de olvidarlo en un rincón oscuro como un mueble destartalado, como un viejo instrumento cuyo disfrute agotamos y cuya armonía no marca más que una infancia de reglas impuestas, de esfuerzo y represión. El futuro, por definición, no existe. El pasado amarra entonces a lo irrecuperable y lo va inmovilizando como a un esclavo atrapado en un red que se estrecha; los recuerdos le hacen creer que son puros objetos de juego, de arreglo, de retoques y arrepentimientos, como las líneas indecisas de un boceto –son, en realidad, las ruinas recientes de una fracasada representación-: van devorando al que los rememora, como una lepra lenta que lo aniquila y corrompe de la cabeza a los pies hasta convertirlo en una ruina orgánica, de la podredumbre piadosa designación.

*

Dios es pródigo en la expiación, desmesurado hasta lo irrisorio en la que condena a los llamados viejos, esos que han perdido para siempre la energía y la voluntad. Lo más humorístico de su torpeza, o de su designio, es que la víctima ignora a la perfección cuál es la falta cometida, cuál el código de premios y castigos, de reprimendas y recompensas a que obedece su damnación.
            Estos desmanes en lo siniestro –también, hay que reconocerlo, en lo maravilloso- son propios de Dios. Se puede incluso suponer que son su verdadera firma.

*

Consigna para los días que siguen, para el tiempo que me quede: ADIESTRARSE A NO SER.

*

Cuando la carencia de energía asalta, o bien cuando, progresiva y solapada va tomando posesión del cuerpo, cada día se pierde la capacidad de hacer algo, cesa o se degrada un don, se corrompe un recuerdo, un nombre propio se tergiversa. Nuestra escritura, por ejemplo, antes equilibrada y uniforme, en la que el pensamiento se encadenaba sin esfuerzo, legible como la partitura en el fraseo de un gran pianista, hoy se desvía de la línea, tiembla, exagera puntos, acentos, banderines y tildes. Todo es borrón, tachonazo incongruente, sanguinaria ballesta. Las letras ameboides surgen solas, sin mano que pueda moderar su aceitosa expansión. Un pájaro de presa, ávido de nuestro propio desperdicio, se esconde en cada trazo.
            Abro las ventanas para no pensar en lo que ocurrirá cuando la carencia vaya acentuándose: el aire no se mueve, no entra, como si en él pesara un sentimiento de amargura y de desolación.
            Lo difícil es eso: pensar en otra cosa. Pasar a algo distinto sin que la amenaza, la imagen agazapada –la de la muerte- vuelva.

*

Se trata de medir la temperatura de las nubes de gas, deshilachadas y lejanas, que se encuentran en el alba, en los confines del cosmos. Si, aunque sea en un millonésimo de grado, esta temperatura es superior a la del resto, se habrá probado el Big Bang.

*

El verdadero infierno consistiría en que hubiera algo –cualquier cosa que fuera- después de la muerte, en que ésta no fuera una cesación, un reposo total.

*

Habrá que escribir un breviario: De la dificultad de morir.

*

Nos entregaron la vida -¿quiénes?- como un don precioso que nunca pedimos y en cuya entrega –el nacimiento- no tuvimos ni la menor participación.
            Llegamos a olvidar la vida, o a considerarla como algo transparente, imperecedero; los sentidos nos distraen de su lento fluir a nuestro lado, de esa corriente en realidad fangosa en que estamos sumidos.
            Así que de repente, un día cualquiera, nos damos cuenta de que el don, la gratuidad de que disfrutábamos nos van a ser retirados: lo anuncia la energía que se pierde, la delgadez inevitable, ese color inhabitado que el sol no logra erradicar.
            Si nos miramos involuntariamente en un espejo, lo que vemos nos hiela: un esperpento apresurado, de pómulos hundidos y cabeza calva, nariz filosa y negruscos labios. Rodea la figura un manchón pintarrajeado, frotado con carbón.
            ¿Qué hacer ante la dádiva que se retira? Lo que nos concedieron sin pedirlo, nos es arrebatado, ahora que lo disfrutábamos, como si lo reclamara, intransigente, su posesor.
            ¿Qué hacer? ¿Implorar prórrogas? ¿Suplicar mendrugos de vida que tarde o temprano irán a dar al traste, al pudridero? ¿Encarnizarse en la cura o en la busca de otras soluciones ofrecidas por medicinas más o menos míticas?
            No. La única respuesta del hombre, la única que puede medirse, por su desenfado, con la voluntad de Dios, es el desprecio: considerar ese don precioso como algo intrascendente, irrisorio, como lo que llega y se va. Sin otra forma de evaluación.
            Queda también, de más está decirlo, otra solución. Precipitar la restitución de la vida, escoger el lugar y el modo para devolverla sin el menos agradecimiento, sin el menor teatro.

*


El cuerpo se convierte en un objeto que exige toda posible atención; enemigo despiadado, íntimo, que sanciona con la vida la menor distracción, el receso más pasajero.
            Según despunta el día comienzan las curas, en un orden inflexible aunque arbitrario, que avanza de la cabeza a los pies, o al revés.
            En las uñas roídas, en la planta leprosa de los pies, entre los dedos que va ganando un hongo blancuzco, microscópico y ladino que luego estalla en forúnculos y placas purulentas, se aplica una pomada antifúngica, untuosa y rancia. Luego hay que envolverlos en bandas de gasa sostenidas por esparadrapos hasta que semejen momias o infantes medievales envueltos y alcanforados contra la peste bubónica.
            En la rodilla: un hueco de bordes rugosos y fondo amarillento, cráter dérmico que ahogan lociones cortisonadas, o techan parches antibióticos.
            Se aplica una preparación hialina y verdosa –olor mentolado y nauseabundo- en una desgarradura persistente, entre el testículo izquierdo, canoso y desinflado y el –ya sin ímpetu ni talla- engurruñado sexo.
            Ejercicios simplones para aumentar la capacidad respiratoria.
            Un tazón de pastillas a tragarse pensando en otra cosa.
            Las encías y la lengua, con algodón y un palillo, se humedecen de un líquido cáustico y desinfectante, que disuade el morbo de toda posible intimidación.
            Afortunadamente, por el momento, no hay nada en la cabeza.
            He aquí, el “menú” de cada día: en los pies, Fongamil, entre los dedos, y Diprosone, en la planta; en la rodilla, penicilina; en el testículo, Borysterol.
            Los tazones diferentes –en uno hay un paisaje marino, quizá tropical, que lo decora y distrae de su contenido- aportan Visken, Nepressol, Depakine Malocide, Adiazine, Lederfoline, Retrovir (AZT) o en su lugar Videx (DDI), Inmovane. El último es sólo un somnífero. Además Cortancyl –en ayunas-, Zovirax, Diffuk y, si es preciso, Atarax.
            El Teldane –antialérgico-, el Doprilane –analgésico- y el Motilium –antivomitivo- son opcionales.
            Una vez por mes pasa un pelirrojo alto y delgadísimo, siempre en camisa de manga y corbata tejida. Carga como puede un aparato pesado, oscuro y cúbico, que parece un acumulador y que de inmediato enchufa.
            Por un embudo de plástico que se enrosca sobre sí mismo, como un trombón reducido, el afectado aspira un vapor antibiótico que lo protege, hasta la próxima visita, de toda afección pulmonar.
            Cuando termina la inhalación –unos veinte minutos-, el practicante desenrosca el embudo, lo envuelve cuidadosamente en un papel y lo bota en el saco de la basura que mañana alguien se llevará.
            Comienza entonces el interrogatorio: “¿Tuvo náuseas, sensación de ahogo, sabor amargo en la boca? ¿Lo han llevado, en el curso del mes, a otro hospital? ¿Fiebre, expectoraciones, vértigo?”
            Recoge y empareja sus planillas impresas y acribilladas de NO. Las ordena escrupulosamente en una maletica arrugada y negra. Fija la fecha y la hora que siguen, como si el hospicio desbordara de actividades mundanas y en la agenda de cada recluido no cupiera una cita más.
            Se inclina para ver los libros que están en la mesa de noche. Observo entonces que trae prendido al cinto, un bip: en cualquier momento pueden llamarlo de urgencia. Alza unas pesadas Obras completas.   
            Deposita con cuidado el volumen; se anima y me comenta que está leyendo algo muy instructivo sobre la evolución de las especies, en que se demuestra, de modo irrebatible, que Darwin se equivocó. El hombre –añade- no desciende del mono, sino que es algo así como su primo hermano. Lo han probado con mandíbulas y colmillos. Y no será, tampoco, el último eslabón de la evolución: quedaremos reducidos y calvos, como lagartos de pie. La ciencia –concluye- se equivoca…
            -Es verdad –le contesto tajante, pensando, más que en lo que me dice, en los parlanchines que manipulan este lugar-, pero de nada serviría, a estas alturas, recurrir a otros sistemas, por naturales que parezcan. Aunque vengan de Oriente. No contribuyen más que a la confusión general.
            Me mira algo escéptico. Saluda muy respetuosamente. Y se va: “¡Hasta la próxima!”

*

Antes disfrutaba de una ilusión persistente: ser uno. Ahora somos dos, inseparables, idénticos: la enfermedad y yo.
            Parece que el embarazo procura esa misma sensación.

*

“Se puede afirmar, en efecto, que San Juan de la Cruz nos aporta los elementos para una crítica de la Experiencia mística. Y esa experiencia, como él la esboza, implica una negación de todo lo que aparece. Todo lo fenomenal se rechaza. La Experiencia mística no puede ser la experiencia de un objeto, en el sentido realista de la palabra. Tampoco es prueba de una presencia. Ya que todo sentimiento de presencia es, aún, un fenómeno.
            “La Experiencia mística es, pues, para San Juan de la Cruz, algo que trasciende al fenómeno, cualquiera que éste sea. Y no hay certeza de lo divino más que cuando nuestras formas de representación no tienen validez. No hay contradicción: no es el mismo yo el que, primero indeciso o desafiante, se identifica luego con un Dios al que declara cuyo.
            “San Juan de la Cruz resume en la palabra noche el carácter de esa experiencia. A través de la negación de los diversos objetos, que éstos sean naturales o sobrenaturales, se insinúa en nosotros eso que ni nuestros sentidos ni nuestra capacidad mental podrían comprender”.
                                             Jean Baruzi, L’intelligence mystique


*

Aquí la vida es algo preciso: la rodea no se sabe si el vértigo de un misterio o la brutalidad de un imposible.


*

Detrás de las apariencias –las de las personas y las cosas-, no hay nada. Ni detrás de las imágenes, materiales o mentales, sustancia alguna. No hay respuestas –ni antes ni después de la muerte- cuando las preguntas se han disuelto. El origen del universo, la realidad del sujeto, el espacio y el tiempo y la reencarnación, aparecen entonces como “figuras” obligadas de la retórica mental.

*

Me tiemblan las manos. Cuando escribo, y en cualquier posición que me ponga, las letras son pataleantes garrapatas. Cuando intento beber, tintinea la taza. No puedo comer nada que tenga que mantenerse en equilibrio en el tenedor: se caen sobre la mesa, víctimas del tembleque, los granos de arroz.
            Me sangran las encías.

*

Basta con que el cuerpo se libere del protocolo social para que se manifieste su verdadera naturaleza: un saco de pedos y excrementos. Un pudridero.

*



(Poemas encontrados en otro cuaderno, junto al Diario del cosmólogo.)






Sentados

uno al otro muy juntos

en el largo pasillo abandonado,

hablan muy bajo

los viejos.

Y apenas miran

el monumento imperial

cuando la luz declina.



*



El pelo raído,

gris la ropa,

se abrazan

temblando de frío.

Pero ya lejanos,

desterrados de sí mismos,

memoria

donde sus dobles se reconocen

alertas.



*

Abrigo de piel rojiza,

pulcro sombrero,

va gesticulando sola;

abre grandes los brazos

para acoger

a un amante invisible

que apresurado vuelve.



La sacude

la energía siempre ajena

de la iluminación o la demencia.

Con la mano abierta

rehúsa un regalo,

sonríe, discute, saluda,

esboza un débil asombro.

Ha reanudado el diálogo

que un día tuvo

                        con el espejo.



*



Con las vísceras sacadas,

con la lengua afuera,

con la boca pintada

de salmuera.



Con los párpados heridos,

con el sexo claveteado,

un coágulo sobre el rostro

pintarrajeado.



Con una cruz,

con una moneda,

con las líneas de la mano

cosidas a la lengua.



Con los ojos tapados,

con los dedos cosidos,

con los pies lacerados.



Con una palabra grabada

en la boca herida;

con la tiza oscura.



Con el semen negro,

con el ojo en blanco,

la osamenta en llama:

                                   locura.





*





I



Cerrar las formas

y, piedra por piedra, los muros

al ruido exterior

y, clausurados,

reposarse en ellos.

Como el eco

de los cánticos

apagándose

en el silencio,

                        el uno.



II



Se miran los dedos,

algo tejía y destejía

solo en la camioneta azul.

Detestable manía

de cortarse las uñas,

calcular los impuestos

o leer las noticias

a la puerta del templo.

(Desde el bar de enfrente

se escucha el órgano

cuando la lluvia cesa)



III



Al vacío central

su movimiento

debe la rueda;

al blanco

su fulguración

el color.

Alguien tose en la plegaria,

pasa un pájaro:

                        inconcebible el silencio.



*



FELICIDAD



En el campo,

escuchando la lluvia nocturna,

la recia lluvia del otoño,

el viento de la costa siempre cercana.

Sin que nada pueda moverse en la cama:

impedido

                        por dos gatos.



*



Desechar la ropa.

Frotarse con alcohol las manos.

Lavarse el pelo.

No usar perfumes; baños de agua caliente,

yerbas.

Para expulsar así

de los poros

                        el olor de la muerte.



*



A la luz sin peso,

al día sin bordes

ni comienzo,

los ojos voy a abrir.

Cesar del pensamiento,

sustraída la imagen,

su brutal sucesión,

y hasta el deseo

-el último en partir,

el heredero-.

Pendiente abajo

hacia el no ser,

donde no se manifiesta

divinidad alguna

ni gama alguna de color.

Ni blanco.

Ni silencio.

Cerrar los ojos

a la luz, a toda imagen posible.

Observar en silencio

sin aprobación ni condena

cómo se desvanecen

asentimientos, recuerdos,

representaciones mentales,

oscuridades, afectos.



Burdo emblema del vacío,

permanecer en ese frágil cero

-ni siquiera el sentimiento

de una presencia otra-.



Adiestrarse a no ser.

Fusionar con eso.












1. Pájaros de la playa, 1993.